Homilía Segundo Domingo de Pascua Domingo de la Divina Misericordia
24 de abril de 2022
“Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados.” – Jn 20,19-31
Queridos hermanos y hermanas, ¡Bendito Domingo de la Divina Misericordia! Hoy, mientras continuamos celebrando la gloriosa resurrección del Señor, recordamos de manera especial su inimaginable don de misericordia. En el evangelio de hoy hemos escuchado como Jesús se aparece a sus discípulos ofreciéndoles la paz y mostrándoles sus heridas. Luego sopla sobre ellos, diciendo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados”.
Queridos hermanos y hermanas, por el don del Espíritu Santo cada uno de nosotros estamos unidos a Cristo; el Espíritu Santo que habita entre nosotros y dentro de nosotros desde el día de nuestro Bautismo, nos anima a poner en práctica nuestra fe en Jesús Resucitado pero también nos ayuda que la vida divina eche raíces en nosotros, que crezca, que florezca y de frutos para la gloria de Dios y la salvación de nuestra alma y la del mundo entero.
Queridos hermanos y hermanas, en este Segundo Domingo de Pascua celebramos la Misericordia de Dios con esta fiesta especial, que tiene su origen en las revelaciones de Jesús a la monja polaca Santa María Faustina Kowalska. En ese día se abren las fuentes de la inmensa y tierna misericordia del Señor. Hoy Jesús derrama todo un océano de gracias sobre aquellas almas que se acercan a la fuente de su misericordia. En su amorosa bondad, Jesús nos dice exactamente cómo obtener estas gracias: acercándose a la “fuente de la misericordia”, confesándose y recibiendo la sagrada Comunión. Nosotros sabemos que solo Dios puede perdonar nuestros pecados; los pecados son, ante todo, una ofensa contra él; pecado es todo lo que hacemos sabiendo que está mal hacerlo… pero en el Evangelio de hoy hemos escuchado a Jesús dando a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados en su nombre, en el sacramento de la reconciliación, “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados”.
Queridos hermanos y hermanas, cuando nos acercamos al Sacramento de la Confesión… el sacerdote por Jesús y en su nombre, dice al final de la confesión: “Yo os absuelvo”. No sólo somos perdonados de nuestros pecados, sino que somos librados. Somos libres de esas cadenas del pecado que nos atan, cadenas que nos impiden amar a Dios como debemos. Jesús dio a los Apóstoles y sus sucesores, nuestros sacerdotes y obispos, esa autoridad, la autoridad de perdonar, de reconciliar, de ofrecer misericordia en su persona y su nombre… Porque Jesús sabía que nuestros corazones anhelaban escuchar esas palabras: Te perdono… Te absuelvo…
Queridos hermanos y hermanas, si uno se fija bien en la imagen de la Divina Misericordia, basada en las visiones de Santa Faustina, podremos ver que Jesús esta con el pie izquierdo ligeramente adelantado al otro. Él está saliendo hacia nosotros, para encontrarnos dondequiera que estemos, así como vino al Aposento Alto para encontrarse con los discípulos y luego regresó cuando Tomás estaba allí con ellos. Dice el Evangelio que los discípulos tenían miedo… que las puertas estaban cerradas. Pero Jesús es paciente y misericordioso y viene trayendo paz, “La paz esté con ustedes”; la misma paz que Jesús quiere ofrecernos hoy a cada uno de nosotros… en esa situación que estamos viviendo… esa paz que tanto necesita el mundo hoy… Hoy Jesús viene a nosotros a abrir los cenáculos de nuestros miedos y de nuestra incredulidad, porque siempre quiere darnos otra oportunidad… porque Jesús es el Señor “de las otras oportunidades”: siempre nos da otra, siempre.
Queridos hermanos y hermanas, cualquier pecado que esté encerrado en nuestros corazones hoy, cualquier pecado que nos detenga, nos ate y nos impida amar a Dios como debemos, debemos invitar a Jesús a que entre en ese lugar, esa situación de nuestra vida. Permitámosle a Jesús que venga y nos diga: “La paz esté con ustedes”. “La paz esté contigo”. Y encontrémonos con Él, con Jesús en el confesionario, donde él nos espera, anhelando sumergirnos a cada uno de nosotros en las llagas de su Divina Misericordia, para que también nosotros compartamos esa Misericordia Divina con los demás especialmente con las personas que vivimos a diario…
¡Jesús, en ti confío! ¡Jesús, en ti confío!¡Jesús, en ti confío! Amén.